El año que viví diciendo «sí»

(este texto, publicado originalmente en septiembre de 2016 en Medium, es bien difícil de encontrar por allá porque fue una respuesta al texto de un amigo y, por la estructura del sitio, jamás aparecerá en mi perfil. Decidí traerlo a este blog porque tiene mucho más sentido acá)

Uno de los años más interesantes, emocionantes y agotadores de mi vida vino de cruzar The Cult of Done con los principios de la impro. Había pasado un inicio de año complicado, cortesía de replantearme el plan de vida con el que había configurado el 2013 y que terminé dejando por salud mental y emocional. Sentía que no había mapa, por primera vez en muchísimos años mi “vida adulta” estaba perfectamente fuera de control… Y no iba a desaprovechar la oportunidad.

¿Oportunidad de qué? Bueno, así como en administración me enseñaron a decirle “área de oportunidad” a los problemas, supuse que quedarme sin mapa de recorrido recién pasados los 35 años, con un montón de herramientas en la bolsa y muy poca idea de qué sí quería lograr era una GRAN oportunidad (por no decir “el momento de terror más grande de los últimos 10 años”). Después de hacer inventario de las herramientas disponibles, me di cuenta de que había muchas cosas que quería y podía hacer, y me dispuse. Usé 3 bloques básicos de “principios”:

  1. The Cult of Done: me aterrorizaba, ante todo, la parálisis. Porque si no sabes dónde estás, quedarte quieto da mucho, mucho miedo. Así que introyecté varios de los puntos y me dispuse a que fuera un año de “hacer”: cualquier pequeña cosa sumaba; era más importante “hecho” que “perfecto”, si no lo hacía avanzar, tomaba otra cosa. Si reaparecía con otra cara, lo reinterpretaba y lo tomaba.
  2. Improvisación: el teatro de improvisación me salvó de mí misma muchas veces a lo largo de los últimos 4 o 5 años. Sus principios básicos me hablaban muy profundamente: escucha, aceptación, generosidad, trabajar con los otros, suspender el juicio por el tiempo necesario para hacer que las cosas empiecen a caminar. Por lo tanto, también sería el año del “modo impro”.
  3. La Directriz 2-3: esta la creé justo antes de soltar el proyecto de vida del 2013 y es engañosamente simple; exige que se cumplan al menos 2 de 3 puntos posibles en un proyecto. Los puntos son: trabajar en cosas que me gustan, con gente con la que me guste trabajar, que me paguen por ello. Puedo trabajar en cosas que no me gustan con gente que sí, por un pago… O trabajar en cosas que sí, con gente que no, y que me paguen… O trabajar en cosas que amo, con gente que amo, hasta sin pago.

¿Qué cosas pasaron? Todas. Desde antes de terminar el 2014 empecé a decirle que sí a cosas y se movieron las aguas: tomar proyectos escénicos con Jugamos y con Lapsus Colectivo. Este último se volvió un esfuerzo de todo un año, con funciones por todos lados. Al mismo tiempo, acepté participar en teatro de texto con una directora principiante, y luego entrar a un torneo de improvisación con gente a la que apenas conocía. En algún momento, me encontré planeando un par de diplomados que no han ocurrido todavía, pero que ampliaron mis horizontes al respecto de si podía o no planificar actividades académicas de mayor calado; organicé mi propio curso de semiótica, en casa de amigos, y luego lo transformé en un monstruo modular que podía ocurrir en 30 horas o en 4… Di charlas en universidades al respecto de improvisación aplicada a la creatividad, semiótica aplicada a marcas como perspectiva para editores y literatos; participé en círculos de poesía y leí mis propias obras y me disfracé de payaso para ellos y organicé una troupe para un evento especial y escribí una rutina de standup malísima para presentar hallazgos de mercadotecnia; acepté aparecer como extra en videos que luego no salieron en ningún lado. Fui a celebrar el cumpleaños de Cortázar y leí apasionadamente en público y eso, de manera tangencial, me llevó a crear mi propio espectáculo escénico, primero unipersonal y luego en formato para compartir con los amigos, y llevarlo a eventos a beneficio lo mismo que a Tlaxcala. Seguí dando clases de maestría un trimestre sí y uno no, y acepté dar clases con más ritmo en licenciatura, y luego en especialidad. Seguí aceptando proyectos de investigación de mercado, y luego de trendhunting, y de tallereo creativo…

Obvio, no todo fue andar sola: busqué cómplices para echar a andar proyectos con diversos niveles de éxito. Abandoné algunas veces, fracasé otras, muchos de los proyectos fueron cosas de una sola vez, con sus múltiples sorpresas y con maravillosos aprendizajes. Dormí poco, salí mucho menos con amigos (aunque trabajé con muchos de ellos, y algunos que no lo eran al empezar se volvieron gente indispensable). Me quedé sin tiempos de descanso; mis hobbies se volvieron trabajos y mis trabajos de pronto eran momentos de relajación. Me descubrí más dispersa que nunca, pero también, por necesidad, mucho más organizada con mi agenda (“mida con un micrómetro, marque con un gis, corte con un hacha” se transformó en mi mantra de planeación de horarios).

Si tuviera que sonar falsamente optimista, diría que fue una gran experiencia, porque aprendí a retar mis límites y mantenerme creativa; a no desanimarme, a aprovechar todos los recursos disponibles y a solucionar casi cualquier cosa. Sin embargo, creo que lo mejor que me dejó fue el agotamiento: ese cansancio me llevó a observarme y aceptar que también necesito la quietud y el silencio; que puedo hacer cosas (y soy endemoniadamente buena haciendo) pero también soy buena no haciendo. Me recordó que no soy sólo un hacer, también soy un ser y un estar. Hay cierta madurez en eso, que no tenía antes de ese año. Sigo sin tenerle miedo a hacer, pero hacer tanto me ayudó a perder la urgencia por hacerlo todo al mismo tiempo.

Revisar este texto con tiempo y distancia, a casi 10 años de ese 2014 enloquecido, es delicioso. Aprendí mucho, pero también me llevé a un límite del que no necesariamente sabía como regresar y en el que pasaban muchas cosas que no necesariamente sé si puedo volver a conseguir. Estoy sintiendo que, después de eso 10 años de locura, apenas el último año y medio pude conseguirme algún tipo de estabilidad. Seguro escribiré más acerca de eso en Fluoxetina

Reencuentros

Sabía que no podía lograrlo eternamente. Terminamos de modo amistoso, es cierto, pero eso no quita que pasara un año evitando encontrarme con mi ex. De pronto la semana pasada, un correo electrónico que se volvió un “¿Puedes el lunes?”. Sí, siempre.

Una cosa es encontrarnos con los amigos comunes y los excompañeros de aventuras, caminar por su barrio (que es un poco el mío), hablar sobre de él (bien o mal) con cierta ligereza, dependiendo del humor y de la circunstancia. Otra cosa, absolutamente distinta, es estar frente a frente, en su territorio.

No puedo negar que me estremece. Hay tantas cosas de él que me gustan; tantas cosas que los amigos que lo ven más frecuentemente dicen que han cambiado, y sin embargo está toda nuestra historia previa, todo eso que sé que no hay manera de cambiar…

Es llegar y recibir sonrisas, miradas de sorpresa mezcladas con cierta ilusión. Sentirme en casa, y sin embargo tener todo el miedo del mundo, de volver a desear, a confiar, a esperar. Aquí y ahora, me recuerdo. Aquí y ahora. Y sin embargo, se siente bien encontrar esos viejos momentos, revivir las cosas que más nos gustaban al uno del otro.

Ese momento en el que noto algunos de los cambios. De los que fueron para bien, pero que traen dificultades aparejadas, mayor consciencia de ciertas cosas. El momento en el que aparecen los dejos de “te extraño”. Cuando se hacen #fuertesdeclaraciones. Cuando después de un abrazo, no puedes soltar a la gente. Cuando descubres que un año cambia muchas cosas, aunque probablemente no todo.

Disfruto estar ahí. Cuando me dicen que si quisiera, que si podemos platicar, que cenemos en cuanto tenga tiempo… Tiembla todo. Y digo sí, cenemos, sí. Y pienso en las condiciones que se requieren para que un muy hipotético «tal vez, otra vez» pudiera darse. Sólo es fantasía. Y sin embargo se me mueven cosas.

Por eso nunca he regresado a las oficinas de mis trabajos anteriores… Pero tampoco he durado tanto en otros trabajos.

(¿Qué dijeron? Nah, mis relaciones intensas ya sólo son con mis trabajos, ja)

Contacto

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A veces basta una palabra para hacer estallar la coraza. El tema no es solo romper el contacto con los demás, sino que para lograrlo, paso por romper el contacto conmigo. Hay una costumbre, que empecé a disolver hace un año, de vivir «en la superficie». De hacer como que todo está bien e ir tapando las grietas con yeso. Obviamente, si las grietas son parte de un asunto estructural, no importa cuanto las tapes con yeso: regresan. Y ni modo que plantar enredaderas emocionales (o tal vez sí. Voy a darle vueltas a esa metáfora hasta que madure).

En fin, que hoy, después de dos observaciones muy puntuales dentro de un taller de clown motivacional lindísimo, bastó con que me dijeran una palabra para que salieran muchas cosas de mi cuerpo. Tal cual, como excreciones emocionales: como si estornudara ira, llorara tristeza en vez de lágrimas, me desinflara de esfuerzo… algo así.

Me gusta hacer payaso porque me confronta con estas cosas. Y conmigo misma antes que con cualquier otra situación/persona. Con el caos, el absurdo, la incertidumbre. Cada vez son más el terreno en el que vivo, cada vez me queda más lejos la zona de confort y tengo que acostumbrarme a que no necesito una coraza para caminar en el mundo… Aprender a vivir conmigo misma como centro es lindo, pero también doloroso a veces.

Lo más encantador fue quedarme con una frase: «una emoción dura cierto tiempo en el cuerpo, si la vives nada más. Pero la alimentas o la reprimes y eso la hace durar más». Quiero vivir mi enojo, vivir mi tristeza, vivir mi angustia, y luego ser capaz de dejarlas ir y reírme mucho, y amar mucho, y seducir mucho. Si algo aprendí en los últimos meses es que las corazas sólo impiden llegar a la extensión infinita del disfrute (si temes al dolor, temes al placer, no hay duda).

Mi punto de confrontación es darme cuenta de que, como me dijo la querida Lemon: «soy tu espejo». Todos somos espejo de todos, todos somos, como diría otro querido maestro, «lo pinche mismo». Entender eso a nivel mental, espiritual, celular, molecular… Es bello y retador. Quiero integrarlo, vivirlo, dejar de sentir/pensar/creer que está difícil: al contrario, tendría que ser lo más fácil, lo más natural saberlo. A seguir sacudiéndole las telarañas a las paredes, y a revisar las grietas: ver si son asunto de cimentación, de estructura, o nomás válvula de escape… y aprender a repararlas de a deveras, o a reconciliarse con ellas.

(foto de Victoria G.J.)

Estallido clown

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Así que aquí estoy yo, trabajando en una capacitación sobre negociación y manejo efectivo de conflictos. Un juego clásico para negociación, sugerido: divídelos en tres equipos y entrégales tarjetas con letras, con las que tendrán que formar los días de la semana. Ellos no saben qué palabras son, te las tienen que enseñar, y tú sólo les puedes decir si la palabra es o no es una de las que necesitan. Obvio, ninguno de los equipos tiene las letras completas para lograr el juego, así que tendrán que negociar con las otras mesas. Pídeles que lo hagan sin hablar.

Ante las múltiples fuentes de frustración que tiene el juego, la negociación puede ir a peor. Parte de los objetivos del ejercicio tienen que ver con que la negociación los estrese, los haga notar cuál es su técnica más socorrida de negociación, de preferencia, los ponga en su «peor» ser. Al principio, traté de mantener el personaje de «facilitador» (en general, creo que nos movemos por la vida a través de personajes, pero eso es otro post); ante su creciente frustración, para mí era cada vez más… no sé, entre desesperante y divertido ser la «dueña» del reto. La primera muestra divertida de frustración, la que detonó todo, fue cuando un participante, con todo el sentido del humor y sin hablar, dibujó una pistola y me apuntó, porque ya les había rechazado tres intentos. Cuando eso pasó, me di cuenta (en el sentido más total, más mindful del término). Corrí por la nariz de payaso que llevo siempre en la bolsa. Ahora ya no era «el facilitador que no nos ayuda»: me volví, mágicamente «el payaso que se está tratando de burlar de nosotros».

Mi juego, ahora, era ir por las mesas, diciéndoles «no». Apreciar su esfuerzo: «Muy bonito… ¡no!». Mi voz se hizo cada vez más aniñada. Saltaba de equipo en equipo, asomando mi roja nariz, diciéndoles «¡no!» todo el tiempo (porque definitivamente no habían dado con las palabras), pero con mucha alegría juguetona. Con estado de juego. Había quien dulcificaba la voz, como lo harías para tranquilizar y sobornar a un niño caprichoso. Otros de plano se atrevían a enojarse (generalmente, en una capacitación, si te enojas con el facilitador sólo te cierras, no lo expresas).

Aunque la frase esa de «ser el payaso que se está tratando de burlar de nosotros» suena fuerte y feo, justo eso era lo que necesitaba el equipo de personas con las que estaba trabajando para catalizar su frustración: de pronto, se volvió cada vez menos importante ganarle a los otros equipos, y cada vez más importante trabajar por un objetivo común: ¡ganarle al payaso! En cinco minutos, ya estaban todos en la misma mesa, reuniendo todas las letras disponibles, generando frases completas. Fueron capaces de sacrificar un objetivo menor para alcanzar objetivos mayores, se relajaron al respecto de sus posibilidades de logro, negociaron fácilmente entre ellos para seguir las ideas del otro.

Amé ese momento de transformación, en todos los niveles: grupal y personal. A nivel grupal, porque cuando platicamos sobre los resultados del juego, ya sin nariz, en vez de hablar de lo «horribles personas que podemos ser cuando nos encaprichamos con un objetivo de negociación», acabamos hablando de lo bien que se siente recordar que todos tenemos objetivos más grandes en común. Y se dieron cuenta de que todo, todo, puede volverse un juego de ganar, y de que cuando negociamos, a veces le damos la vuelta a objetivos chiquitos (como escribir «lunes-martes-miércoles-jueves-viernes-sábado-domingo») para crear, entre todos, objetivos más grandes y sabrosos (como las frases «todas las mesas» o «Jesús nos ilumina»).

A nivel personal también fue un momento muy fuerte. Generalmente, hasta antes de este momento, me había costado mucho trabajo ser la «mala» en escena: quiero que me quieran, pero también quiero poder ser mandona, ridícula y solemne a veces. En eso también está mi gracia, porque ahí, en esa verdad, también hay clown: hermosa tontería.