Cajas de resonancia

Para los dos Mau, que (a su manera y cada uno por su lado) me dieron tema.

Para ser introvertida, soy bastante sociable: me gusta mucho conocer gente y tener conversaciones largas. Eso no quita que me guste pasar tiempo a solas, escribir, estar encerrada en mi casa…

Algo que disfruto, sin lugar a dudas, es pasar horas con gente con la que comparto algo en particular. No me refiero a personas con las que me identifico (aunque también), sino a esos personajes con los que un hilo rojo me une meñique con meñique, y que de alguna manera están ahí —creo que sería mejor un estamos— cuando hay que platicar con alguien para aterrizar en la vida.

Es curioso como vamos por la vida encontrando «cajas de resonancia»: esas personas que nos escuchan de una manera distinta, que nos hacen hablar y descubrirnos. Creo que las amistades que más valoro están en esa categoría. Amo esos momentos en los que, de pronto, uno de nosotros está tratando de encontrarle forma a su preocupación, y al escucharse diciéndoselo al otro, de pronto descubre algo esencial. O cómo nos hacemos las preguntas correctas, esas que sólo pasan cuando te escucha alguien que está ligeramente desplazado de tu centro, pero suficientemente cerca como para tener un eje compartido.

Este post inició hace meses, después de platicar con dos de esos amigos en menos de una semana. Hablar con uno me dio enfoque, y nos regresó la fe en la humanidad. Con el otro, desentrañamos dónde estábamos parados, cada quien en su momento de vida. Lo bonito es que la intención ni siquiera era esa: solamente ocurre el encuentro y hace más fácil escucharnos, como las cuerdas de la guitarra en cuanto tañen frente a la boca y se transforman en sonoridad pura. Ser eso con los otros es magnífico.

El problema de la «mejor amiga»

Hoy, en un grupo de Facebook en el que participo, alguien preguntaba por el tipo de amistades que solemos tener: si somos «amigos de escenografía» o «amigos cercanos». Eso me hizo pensar mucho en el tema; me puse a escribir porque es lo único que sé hacer para pensar.

Recuerdo a los primeros amigos de mi vida, los hijos de la mejor amiga de mi mamá, nuestros vecinos de puerta con puerta. Después, mudarnos y entrar a la escuela, y toparme con mi primer grupo propio, donde estaba mi primera mejor amiga; la que lloró en mi casa cuando se murió su hámster, con la primera amiga con la que compartí ropa y maquillaje de juguete en mi vida. Recuerdo el amor intenso que sentía por esa pandilla, que me duró tres años. Cambiarme de escuela sin entender muy bien lo que eso significaba, lo definitivo que era. No comprendí que los había perdido hasta un año después.

En la nueva escuela, no entendía bien las reglas sociales de las que dependía ser amigo de alguien. En la escuela anterior había sido tremendamente fácil. Nunca más lo sería de nuevo: tácticas, afinidades electivas, reglas no escritas. La peor de todas: las niñas no se «llevan» con los niños. Yo estaba acostumbrada a los grupos mixtos, mi vida había estado llena de amigos hombres con los cuales jugar al futbol, a los espías, a los detectives, a ñoñerías históricas. No entender esa regla me costó al menos tres años de amistades.

Lo más grave era saber, desde el fondo de mí, que no tenía una «mejor amiga». Sabía lo importante y valioso que era tenerla: recordaba, con nostalgia, las visitas de Britannia a mi casa, que se pusiera mis vestidos, ver caricaturas juntas mientras hacíamos la tarea. No había eso para mí en la nueva escuela. Hubo amigos, pero ninguno que fuera a la casa con regularidad, nadie que repitiera invitación en mis festejos de cumpleaños.

En el último año de primaria se gestó el infierno: tenía «amigas», pero no eran reales. MI ansiedad infantil me lo decía, pero no sabía lo mucho que podía ocurrir cuando la gordita de gafas que siempre salía bien en la escuela quedaba a merced de un grupo de preadolescentes con mucho enojo que purgar. Tuve tres años para averiguarlo: al menos un campamento en el que mi diario fue robado y entregado a los niños, mis ligas de cabello robadas; mi mochila en la basura, el robo de mis apuntes un día antes de la calificación, quitarme los lentes y que los aventaran de mano en mano por el salón; nadie con quien hacer equipo para las tareas y trabajos escolares, los gritos del grupo entero al respecto de mi peso o mi vello, las insinuaciones que le hacían a los profesores para que hablaran conmigo sobre mi «olor corporal». Al final, las niñas con las que sobreviví y que me acogían un poco por pena ajena. La «amiga» a la que al final le saqué la sopa al respecto de como orquestó esa campaña de odio durante tres años. La sensación, al final de secundaria, de haber sacado la cabeza del agua, por fin. No recuperé un solo amigo de esa época.

Recuerdo una conversación nocturna, escuchada por accidente, en la que mis padres hablaban de mí y de lo preocupante que era que no tuviera amigos. Ni por asomo les pasaba el escenario que relaté por la cabeza: era, más bien, una preocupación por mi poca adaptación versus el éxito social de mi hermano, que siempre ha sido sociable. Les escribí una carta, diciéndoles que estaba bien, que los amigos que tenía eran suficientes. No lo eran, pero no había modo de describir todo esto mientras lo vivía. El problema no era yo del todo (en parte sí, ahora lo sé), pero ¿cómo hablar con mis padres del infierno, si no lo sentían arder?

Llegó la preparatoria. Me hice de un par de amigas, que se volvieron «mejores amigas» entre sí, mientras que yo tenía un mejor amigo, que durante algún tiempo quiso ser algo más y al final (muy al final, casi seis años después) terminó volviéndose sacerdote. La búsqueda de la «mejor amiga» estaba suspendida: supuse que yo no era material «mejor-amigable». El único amigo que tengo de la preparatoria es alguien que estuvo una generación arriba, con quien nunca me encontré mientras estudiamos en la misma escuela. Yuanfen.

En la primera carrera había logrado un hit: el primer día, me hice de una amiga casi de inmediato. Fui su protectora, su caballero de brillante armadura. Después, se cambió de salón debido a que ella misma no sabía cómo defenderse. Los años me enseñaron que siempre estuve ahí para ella, pero ella generalmente no podía estar ahí para mí. Sus tragedias eran siempre similares, mis problemas no eran su asunto. Me alejé. «Mejor amiga» mode: off.

Poco después empezó a integrarse un nuevo grupo de amigos al cual pertenecer: el líder, un tipo brillante y sereno, tradicionalista, buen escritor; todos girábamos en torno suyo. Él, de pronto, se volvió mi mejor amigo. Su novia (una mujer brillante también y celosísima), no tardó en volverse mi amiga. Mi MEJOR amiga. En un año y medio o dos, después de que terminó con él y me di cuenta de que yo había abandonado todo por seguirla, ella decidió que ya no éramos amigas. Le di la razón silenciosamente. A todos los amigos de esa época los fui dejando atrás, cuando me di cuenta de que sólo me unía a ellos el afecto de lo compartido en el pasado. Dolía mucho más vernos que dejarnos de ver.

Cuando me descubrí estudiando lo que más deseaba, que fue también el momento en el que más fuera de lugar me sentía (5 años mayor que el promedio de mis compañeros de clase, sin deseos de «jugar» pero tampoco ganas de tomármelo todo excesivamente en serio) fue cuando al fin llegó. Ella, mi mejor amiga. La «BFF» mencionada en todas las revistas femeninas. El cliché. Esa persona a la que adoras, admiras, en quien confías; con la que compartes todo. Llegó también un universo entero de amigos que irían y vendrían; llegaron las amigas que aún conservo. 

Mi mejor amiga fue una relación maravillosa y complicada. A la par de la admiración crecían muchas otras cosas. Perplejidad a veces. Maravilla en otras. Enojo, también. Incomprensiones que de vez en cuando nos hacían mantenernos meses alejadas, que me dolían como tragedia, y de pronto, de alguna extraña manera, ella reaparecía don la vida semifragmentada, o con un trocito de alma pegado en la solapa, y yo intentaba reconfortarla, componerla, y de pronto ya estábamos de nuevo, siendo ella y yo juntas, sin dolor.

Pasamos temporadas maravillosas, como esa época de desayunos sabatinos después de ir a dar clases, que después se transformaban en caminatas y conversaciones de un día entero, descubriendo nuevas cosas. Fuimos cómplices en mudanzas, tentaciones, corazones rotos y remendados. Pasamos noches de vino y tapas, tardes de libros, comida japonesa. Amanecí más de una vez en su departamento, después de compartir historias hasta terminar agotadas en la alfombra de su sala. Me abrió las puertas de sus departamentos, de los sitios en los que editaba. Y sin embargo, había un espacio entre las dos haciéndose más grande cada vez. Cosas dichas y sin decir. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

No nos quedamos a medias, tampoco. Sólo ocurrió que un día, de pronto, descubrí que esa separación, esa deriva, era la definitiva. Sin tragedia, por primera vez. Tal vez enojo, tal vez tristeza, pero ya no el desgarro que se sentía en ocasiones anteriores. Quizá porque empecé a descubrir en otros amigos señales de aquellos gozos que de pronto ya no podíamos tener juntas: las ideas que se nos quedaron marchitas en los labios, los lugares comunes y la falta de ellos. Me di cuenta de que el amor fraterno que nos unió por años había cambiado, al fin, con varias señales pero sin un aviso claro: sólo un par de hojas que flotan y se alejan una de la otra, hasta que la corriente las lleva a sitios diferentes.

No es la última amiga que he tenido: es la última a la que he perdido. Tengo más amigas, más amigos. Algunas de ellas, amigas entre sí: mejores amigas (yo, la amiga lateral, amiga de las dos, sin un hilo rojo que nos conecte irremediablemente, sin yuanfen). Siempre las había visto con algo de envidia. Hoy ya no. Tengo amigas que podrían volverse, con algo más de tiempo, mejores amigas. Queridísimas, admirables, talentosas, divertidas, confiables. Mi amistad con ella duró doce años. La mayoría de las que están en el espacio de cercanía confiable no tienen más de seis o siete alrededor. ¿Quiero construir una relación así otra vez? No lo sé.

Gracias a las amigas «nuevas», de pronto descubro formas distintas, perdidas o desconocidas, de la complicidad. El inmenso deleite de no planear vernos y encontrarnos de pronto, y pasar toda la tarde hablando lo mismo de literatura que de «filosofía de vida» o Les Luthiers. La maravilla de saber que puedo llegar a casa de alguna otra y sentirme, real y cómodamente, en casa: meterme a su regadera, sentarme en su sillón, trabajar juntas. Escribirme a las 2 de la mañana con otra insomne, haciéndonos reír a punta e inventiva. El grupo de mujeres que, inesperadamente, me abrió sus puertas y me comparte sus vidas, preocupaciones y risas con desparpajo, y que aprecia mi sentido del humor más negro. La que es capaz de faltar al trabajo porque le llamo para decirle que mi perra está empezando a parir.

Por primera vez en la vida, exploro si prefiero esa red de complicidades, esa sensación de múltiples hilos rojos entretejidos (una especie de yuanfen colectivo a mi alrededor) que la seguridad que me daba tener a una única alguien. Sé que a lo largo de mi vida he sido especialista en escapar de mis amistades cuando siento que ya no podemos ser lo que fuimos. También se han escapado de mí en algún momento. Alone is what I have, me repite una voz muy familiar. Alone protects me. Y aprendo a sentir y aceptar esa soledad como algo que estoy pidiendo ahora: como algo que yo misma estoy creando. Algo que puedo decidir detener, más que esa característica temible de mi adolescencia, totalmente fuera de control.

Llegará el día, tal vez. Y si no, querrá decir que —a diferencia de lo que creí durante muchos años, de lo que decía mi necesidad adolescente— prefiero no tener una única, exclusiva, mejor amiga. Que prefiero tener ese ensamble particular de mujeres con las que comparto mucho, a una única con la que comparto todo. No lo sé todavía. Por primera vez, no tengo prisa por averiguarlo.

Reencuentros

Sabía que no podía lograrlo eternamente. Terminamos de modo amistoso, es cierto, pero eso no quita que pasara un año evitando encontrarme con mi ex. De pronto la semana pasada, un correo electrónico que se volvió un “¿Puedes el lunes?”. Sí, siempre.

Una cosa es encontrarnos con los amigos comunes y los excompañeros de aventuras, caminar por su barrio (que es un poco el mío), hablar sobre de él (bien o mal) con cierta ligereza, dependiendo del humor y de la circunstancia. Otra cosa, absolutamente distinta, es estar frente a frente, en su territorio.

No puedo negar que me estremece. Hay tantas cosas de él que me gustan; tantas cosas que los amigos que lo ven más frecuentemente dicen que han cambiado, y sin embargo está toda nuestra historia previa, todo eso que sé que no hay manera de cambiar…

Es llegar y recibir sonrisas, miradas de sorpresa mezcladas con cierta ilusión. Sentirme en casa, y sin embargo tener todo el miedo del mundo, de volver a desear, a confiar, a esperar. Aquí y ahora, me recuerdo. Aquí y ahora. Y sin embargo, se siente bien encontrar esos viejos momentos, revivir las cosas que más nos gustaban al uno del otro.

Ese momento en el que noto algunos de los cambios. De los que fueron para bien, pero que traen dificultades aparejadas, mayor consciencia de ciertas cosas. El momento en el que aparecen los dejos de “te extraño”. Cuando se hacen #fuertesdeclaraciones. Cuando después de un abrazo, no puedes soltar a la gente. Cuando descubres que un año cambia muchas cosas, aunque probablemente no todo.

Disfruto estar ahí. Cuando me dicen que si quisiera, que si podemos platicar, que cenemos en cuanto tenga tiempo… Tiembla todo. Y digo sí, cenemos, sí. Y pienso en las condiciones que se requieren para que un muy hipotético «tal vez, otra vez» pudiera darse. Sólo es fantasía. Y sin embargo se me mueven cosas.

Por eso nunca he regresado a las oficinas de mis trabajos anteriores… Pero tampoco he durado tanto en otros trabajos.

(¿Qué dijeron? Nah, mis relaciones intensas ya sólo son con mis trabajos, ja)