2014: 5 (o 6) palabras

Uno de los ejemplos maravillosos de para qué sirven los cómplices.

Uno de los ejemplos maravillosos de para qué sirven los cómplices.

¿Por qué 5 palabras? ¿Por qué no 10, por qué no 7, por qué no 2014 caracteres? No sé. Mi juego con un gran amigo fue, justo, pensar en la palabra que resume las experiencias del año, y se me quedó. Cinco me parecen una cantidad justa, redonda: media decena. La graaaan palabra, y otras 4 que le hagan compañía, la vistan de colores y nos entreguen (a ella, a mí, a todos) en el 2015. Vamos.

Cómplice

Mi palabra definitiva. Después de todo el tema de en qué consiste (o no) tener amigos, ser mejores amigos, dejar de serlo… Me di cuenta de que amigos puedo tener un montón, a diferencia de ese dicho pesimista de los dedos de la mano. Lo que cambió fue mi definición de amigo: un amigo es alguien a quien quiero, con quien comparto amor y cuyo bienestar me preocupa. Gente de la que quiero estar al tanto, personas que han pasado por mi vida y a quienes les deseo todo el bien del mundo; cerca o lejos, actuales o ya no tanto. De esos espero reunir montones en el mundo y en mi vida.

Sin embargo, descubrí que este año (sobre todo el cierre) lo define la búsqueda de cómplices: personas con las que comparto cosas, gente querida con la que hacer y emprender proyectos, con quienes tengo una visión en común. Amigos que me retan a seguir avanzando y con quienes compartir tiempo hace que ambos nos pongamos en movimiento —emocional, mental, físico. 2014: año de encontrar cómplices nuevos, que creen puentes de posibilidades para el 2015.

Soltar

El año empezó con esa gran lección, de la mano de un proyecto al que le había invertido prácticamente todo el 2013 y que se había ido transformando, poco a poco, en un espacio de frustración en donde el peso no nos dejaba flotar… Entender que no era culpa de nadie, que sólo se trataba de admitir que no era mi lugar, ni mi momento, ni mi proyecto, y dejar de jalonear–ser jaloneada. Y flotar en el vacío durante meses. Sin aferrarme, sin grandes certezas. Con muchísimo miedo a ratos. Solté también relaciones prolongadas y recientes, objetos (festejé mi cumpleaños llamando a un Don Tlacuache, de esos que compran cachivaches), ideas fijas, deadlines fantasma, miedos inútiles…

Recuerdo mucho algo que me enseñó un querido amigo: cerrar puertas es ganar enfoque. Pienso en ese momento en el que estás aprendiendo a nadar y no quieres dejar la orilla ni la escalerita… Si no sueltas, no te pasa nada. Y la vida, según yo, se trata de que te pasen cosas. 2014: año de soltar, para dejar las manos libres para entregar y recibir.

Decidir

Creo que esta palabra y la anterior van juntas. Soltar permite que las opciones, de pronto, vuelvan a quedar abiertas. De cualquier manera, no aferrarse y flotar no significa «ir a la deriva». Significa poner los ojos en el objetivo, saber cuál es… y luego ponerse en manos del destino (y empezar a trabajar, pero de eso van las dos palabras siguientes).

Este año, decidir implicó tomar control sobre aquello que sí puedo hacer/de lo que puedo responder, y dejar de afianzarme a los miedos, las dudas, los «¿Y que tal si…?». Estaba acostumbrada a creer que tomar una decisión implicaba «casarme» con ella. No: sólo se trata de manifestar mi deseo, de responderme a mí misma y dar la cara. De hacerme cargo de lo que sí me corresponde. De asumir que hasta frente a aquello que no detono yo, tengo el poder de decidir cómo reacciono —y eso, evidentemente, sí es mi paquete. Cuando me hago cargo de él, todo empieza a fluir como y cuando debe, aunque no sea exactamente lo que creí que sería en un principio… Y generalmente los cambios resultan para bien. 2014: año de decidirme y darme la cara a mí misma.

Atreverme

Esta palabra ya rondaba durísimo desde el año pasado. Sigue acá porque decidir y soltar requieren valor y un poco de locura. Atreverme ha sido juntar ambos, decir que sí a todo (literalmente) y construir a partir de ahí. Conocer nuevas personas, iniciar proyectos que no me imaginaba. Decirle que sí por fin a mi deseo de hacer teatro y entregarme de panza. Preguntar si puedo subirme al escenario, porque tengo ganas y quiero el reto. Asumir que tengo derecho a leer mi poesía (por probar) en público. No esconderme detrás de nada ni de nadie: asumir que soy especialista porque me lo he ganado, voltear de cabeza aquello que había hecho durante mucho tiempo, intentar carreras nuevas. Decir lo que siento (a veces) en el momento en que lo siento (todavía no le llego a la espontaneidad completa, ja).

Lanzarme al vacío, ahora sí, no sólo discursivamente, sino en la práctica. Y darme cuenta de que, en vez de desplomarme, la mayor parte de las veces logré flotar: algunas veces de panza, y otras volar… y hasta encontrar bandada 😀 . 2014: año de atreverme a decirle que sí a la aventura, a mi deseo y a lo nuevo.

Fe

No hablo de religión. Hablo de haber descubierto de manera práctica la noción de que hay «algo» más grande que yo. De confiar en la vida, en el amor, en la energía, en el plan del caos que no comprendo —pero me mantiene a flote. Haber vivido la «tensión superficial» que implica saber que estuve en circunstancias límite, donde era fácil hundirse… Y saber que al final todo va a resultar bien de alguna manera. Que no me voy a morir de eso, que las cosas cobrarán su justo tamaño y peso, que las cosas están ocurriendo de la mejor manera posible. Que lo que no pasa es porque no tocaba ahora, o no así.

Tener fe no implica ser pasiva. Implica entender que yo sólo puedo ver una parte del todo, que sólo puedo hacerme cargo de lo que me cabe en las manos… Y que lo demás tomará su lugar. Eso me permite trabajar y concentrarme; eso me permite no desesperarme, mantener el sentido del humor, no tirarme a la desgracia. En resumen, accionar en el mundo. 2014: año de transformar la fe en espacio activo y red de seguridad.

La palabra «licuadora» se me quedó en el tintero: como bonus track, diré que ha sido un año agitadísimo, que pareció acabar con todo, pero que en realidad transformó cosas y sumó un montón. Me siento como deben sentirse las fresas que se transforman en licuado: agitada, sorprendida, transformada… Distinta, pero más sabrosa, reforzada y acompañada por las cosas que no entendía dentro de la agitación.

Gracias, año licuadora, año de cómplices que me ayudan a tener fe en que las decisiones tomadas valdrán la pena, que hacen que atreverse cobre sentido, que me han enseñado que soltar es requisito para volar. Gracias a los cómplices, que este año han sido muchos, variados, nuevos y anteriores, para muchas cosas. Gracias a las sorpresas, a lo que se ha detonado en los últimos 6 meses y que era inimaginable antes.

2015, ¡estamos listos!

Overworked

Hoy estoy hecha de entregas parciales, pequeñas alegrías, fracasos corregibles, triunfos invisibles, carcajadas obscenas, amigos a distancia, ayuda inesperada, estrategias que fallan y otras que funcionan, viajes por la ciudad, facturas viejas, tickets de a kilo, seis proyectos pendientes sobre mi cabeza, y una extraña calma dada por lo inevitable.

Aprendo, de a poco, a no cargarme tanto de cosas. A controlar el pánico. Experimento con este nuevo modo-ritmo-estilo de vida. Como los equilibristas, cada paso es vital, pero debe ser dado con ligereza para mantener el balance correcto…

Cajas de resonancia

Para los dos Mau, que (a su manera y cada uno por su lado) me dieron tema.

Para ser introvertida, soy bastante sociable: me gusta mucho conocer gente y tener conversaciones largas. Eso no quita que me guste pasar tiempo a solas, escribir, estar encerrada en mi casa…

Algo que disfruto, sin lugar a dudas, es pasar horas con gente con la que comparto algo en particular. No me refiero a personas con las que me identifico (aunque también), sino a esos personajes con los que un hilo rojo me une meñique con meñique, y que de alguna manera están ahí —creo que sería mejor un estamos— cuando hay que platicar con alguien para aterrizar en la vida.

Es curioso como vamos por la vida encontrando «cajas de resonancia»: esas personas que nos escuchan de una manera distinta, que nos hacen hablar y descubrirnos. Creo que las amistades que más valoro están en esa categoría. Amo esos momentos en los que, de pronto, uno de nosotros está tratando de encontrarle forma a su preocupación, y al escucharse diciéndoselo al otro, de pronto descubre algo esencial. O cómo nos hacemos las preguntas correctas, esas que sólo pasan cuando te escucha alguien que está ligeramente desplazado de tu centro, pero suficientemente cerca como para tener un eje compartido.

Este post inició hace meses, después de platicar con dos de esos amigos en menos de una semana. Hablar con uno me dio enfoque, y nos regresó la fe en la humanidad. Con el otro, desentrañamos dónde estábamos parados, cada quien en su momento de vida. Lo bonito es que la intención ni siquiera era esa: solamente ocurre el encuentro y hace más fácil escucharnos, como las cuerdas de la guitarra en cuanto tañen frente a la boca y se transforman en sonoridad pura. Ser eso con los otros es magnífico.

El problema de la «mejor amiga»

Hoy, en un grupo de Facebook en el que participo, alguien preguntaba por el tipo de amistades que solemos tener: si somos «amigos de escenografía» o «amigos cercanos». Eso me hizo pensar mucho en el tema; me puse a escribir porque es lo único que sé hacer para pensar.

Recuerdo a los primeros amigos de mi vida, los hijos de la mejor amiga de mi mamá, nuestros vecinos de puerta con puerta. Después, mudarnos y entrar a la escuela, y toparme con mi primer grupo propio, donde estaba mi primera mejor amiga; la que lloró en mi casa cuando se murió su hámster, con la primera amiga con la que compartí ropa y maquillaje de juguete en mi vida. Recuerdo el amor intenso que sentía por esa pandilla, que me duró tres años. Cambiarme de escuela sin entender muy bien lo que eso significaba, lo definitivo que era. No comprendí que los había perdido hasta un año después.

En la nueva escuela, no entendía bien las reglas sociales de las que dependía ser amigo de alguien. En la escuela anterior había sido tremendamente fácil. Nunca más lo sería de nuevo: tácticas, afinidades electivas, reglas no escritas. La peor de todas: las niñas no se «llevan» con los niños. Yo estaba acostumbrada a los grupos mixtos, mi vida había estado llena de amigos hombres con los cuales jugar al futbol, a los espías, a los detectives, a ñoñerías históricas. No entender esa regla me costó al menos tres años de amistades.

Lo más grave era saber, desde el fondo de mí, que no tenía una «mejor amiga». Sabía lo importante y valioso que era tenerla: recordaba, con nostalgia, las visitas de Britannia a mi casa, que se pusiera mis vestidos, ver caricaturas juntas mientras hacíamos la tarea. No había eso para mí en la nueva escuela. Hubo amigos, pero ninguno que fuera a la casa con regularidad, nadie que repitiera invitación en mis festejos de cumpleaños.

En el último año de primaria se gestó el infierno: tenía «amigas», pero no eran reales. MI ansiedad infantil me lo decía, pero no sabía lo mucho que podía ocurrir cuando la gordita de gafas que siempre salía bien en la escuela quedaba a merced de un grupo de preadolescentes con mucho enojo que purgar. Tuve tres años para averiguarlo: al menos un campamento en el que mi diario fue robado y entregado a los niños, mis ligas de cabello robadas; mi mochila en la basura, el robo de mis apuntes un día antes de la calificación, quitarme los lentes y que los aventaran de mano en mano por el salón; nadie con quien hacer equipo para las tareas y trabajos escolares, los gritos del grupo entero al respecto de mi peso o mi vello, las insinuaciones que le hacían a los profesores para que hablaran conmigo sobre mi «olor corporal». Al final, las niñas con las que sobreviví y que me acogían un poco por pena ajena. La «amiga» a la que al final le saqué la sopa al respecto de como orquestó esa campaña de odio durante tres años. La sensación, al final de secundaria, de haber sacado la cabeza del agua, por fin. No recuperé un solo amigo de esa época.

Recuerdo una conversación nocturna, escuchada por accidente, en la que mis padres hablaban de mí y de lo preocupante que era que no tuviera amigos. Ni por asomo les pasaba el escenario que relaté por la cabeza: era, más bien, una preocupación por mi poca adaptación versus el éxito social de mi hermano, que siempre ha sido sociable. Les escribí una carta, diciéndoles que estaba bien, que los amigos que tenía eran suficientes. No lo eran, pero no había modo de describir todo esto mientras lo vivía. El problema no era yo del todo (en parte sí, ahora lo sé), pero ¿cómo hablar con mis padres del infierno, si no lo sentían arder?

Llegó la preparatoria. Me hice de un par de amigas, que se volvieron «mejores amigas» entre sí, mientras que yo tenía un mejor amigo, que durante algún tiempo quiso ser algo más y al final (muy al final, casi seis años después) terminó volviéndose sacerdote. La búsqueda de la «mejor amiga» estaba suspendida: supuse que yo no era material «mejor-amigable». El único amigo que tengo de la preparatoria es alguien que estuvo una generación arriba, con quien nunca me encontré mientras estudiamos en la misma escuela. Yuanfen.

En la primera carrera había logrado un hit: el primer día, me hice de una amiga casi de inmediato. Fui su protectora, su caballero de brillante armadura. Después, se cambió de salón debido a que ella misma no sabía cómo defenderse. Los años me enseñaron que siempre estuve ahí para ella, pero ella generalmente no podía estar ahí para mí. Sus tragedias eran siempre similares, mis problemas no eran su asunto. Me alejé. «Mejor amiga» mode: off.

Poco después empezó a integrarse un nuevo grupo de amigos al cual pertenecer: el líder, un tipo brillante y sereno, tradicionalista, buen escritor; todos girábamos en torno suyo. Él, de pronto, se volvió mi mejor amigo. Su novia (una mujer brillante también y celosísima), no tardó en volverse mi amiga. Mi MEJOR amiga. En un año y medio o dos, después de que terminó con él y me di cuenta de que yo había abandonado todo por seguirla, ella decidió que ya no éramos amigas. Le di la razón silenciosamente. A todos los amigos de esa época los fui dejando atrás, cuando me di cuenta de que sólo me unía a ellos el afecto de lo compartido en el pasado. Dolía mucho más vernos que dejarnos de ver.

Cuando me descubrí estudiando lo que más deseaba, que fue también el momento en el que más fuera de lugar me sentía (5 años mayor que el promedio de mis compañeros de clase, sin deseos de «jugar» pero tampoco ganas de tomármelo todo excesivamente en serio) fue cuando al fin llegó. Ella, mi mejor amiga. La «BFF» mencionada en todas las revistas femeninas. El cliché. Esa persona a la que adoras, admiras, en quien confías; con la que compartes todo. Llegó también un universo entero de amigos que irían y vendrían; llegaron las amigas que aún conservo. 

Mi mejor amiga fue una relación maravillosa y complicada. A la par de la admiración crecían muchas otras cosas. Perplejidad a veces. Maravilla en otras. Enojo, también. Incomprensiones que de vez en cuando nos hacían mantenernos meses alejadas, que me dolían como tragedia, y de pronto, de alguna extraña manera, ella reaparecía don la vida semifragmentada, o con un trocito de alma pegado en la solapa, y yo intentaba reconfortarla, componerla, y de pronto ya estábamos de nuevo, siendo ella y yo juntas, sin dolor.

Pasamos temporadas maravillosas, como esa época de desayunos sabatinos después de ir a dar clases, que después se transformaban en caminatas y conversaciones de un día entero, descubriendo nuevas cosas. Fuimos cómplices en mudanzas, tentaciones, corazones rotos y remendados. Pasamos noches de vino y tapas, tardes de libros, comida japonesa. Amanecí más de una vez en su departamento, después de compartir historias hasta terminar agotadas en la alfombra de su sala. Me abrió las puertas de sus departamentos, de los sitios en los que editaba. Y sin embargo, había un espacio entre las dos haciéndose más grande cada vez. Cosas dichas y sin decir. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

No nos quedamos a medias, tampoco. Sólo ocurrió que un día, de pronto, descubrí que esa separación, esa deriva, era la definitiva. Sin tragedia, por primera vez. Tal vez enojo, tal vez tristeza, pero ya no el desgarro que se sentía en ocasiones anteriores. Quizá porque empecé a descubrir en otros amigos señales de aquellos gozos que de pronto ya no podíamos tener juntas: las ideas que se nos quedaron marchitas en los labios, los lugares comunes y la falta de ellos. Me di cuenta de que el amor fraterno que nos unió por años había cambiado, al fin, con varias señales pero sin un aviso claro: sólo un par de hojas que flotan y se alejan una de la otra, hasta que la corriente las lleva a sitios diferentes.

No es la última amiga que he tenido: es la última a la que he perdido. Tengo más amigas, más amigos. Algunas de ellas, amigas entre sí: mejores amigas (yo, la amiga lateral, amiga de las dos, sin un hilo rojo que nos conecte irremediablemente, sin yuanfen). Siempre las había visto con algo de envidia. Hoy ya no. Tengo amigas que podrían volverse, con algo más de tiempo, mejores amigas. Queridísimas, admirables, talentosas, divertidas, confiables. Mi amistad con ella duró doce años. La mayoría de las que están en el espacio de cercanía confiable no tienen más de seis o siete alrededor. ¿Quiero construir una relación así otra vez? No lo sé.

Gracias a las amigas «nuevas», de pronto descubro formas distintas, perdidas o desconocidas, de la complicidad. El inmenso deleite de no planear vernos y encontrarnos de pronto, y pasar toda la tarde hablando lo mismo de literatura que de «filosofía de vida» o Les Luthiers. La maravilla de saber que puedo llegar a casa de alguna otra y sentirme, real y cómodamente, en casa: meterme a su regadera, sentarme en su sillón, trabajar juntas. Escribirme a las 2 de la mañana con otra insomne, haciéndonos reír a punta e inventiva. El grupo de mujeres que, inesperadamente, me abrió sus puertas y me comparte sus vidas, preocupaciones y risas con desparpajo, y que aprecia mi sentido del humor más negro. La que es capaz de faltar al trabajo porque le llamo para decirle que mi perra está empezando a parir.

Por primera vez en la vida, exploro si prefiero esa red de complicidades, esa sensación de múltiples hilos rojos entretejidos (una especie de yuanfen colectivo a mi alrededor) que la seguridad que me daba tener a una única alguien. Sé que a lo largo de mi vida he sido especialista en escapar de mis amistades cuando siento que ya no podemos ser lo que fuimos. También se han escapado de mí en algún momento. Alone is what I have, me repite una voz muy familiar. Alone protects me. Y aprendo a sentir y aceptar esa soledad como algo que estoy pidiendo ahora: como algo que yo misma estoy creando. Algo que puedo decidir detener, más que esa característica temible de mi adolescencia, totalmente fuera de control.

Llegará el día, tal vez. Y si no, querrá decir que —a diferencia de lo que creí durante muchos años, de lo que decía mi necesidad adolescente— prefiero no tener una única, exclusiva, mejor amiga. Que prefiero tener ese ensamble particular de mujeres con las que comparto mucho, a una única con la que comparto todo. No lo sé todavía. Por primera vez, no tengo prisa por averiguarlo.

Reencuentros

Sabía que no podía lograrlo eternamente. Terminamos de modo amistoso, es cierto, pero eso no quita que pasara un año evitando encontrarme con mi ex. De pronto la semana pasada, un correo electrónico que se volvió un “¿Puedes el lunes?”. Sí, siempre.

Una cosa es encontrarnos con los amigos comunes y los excompañeros de aventuras, caminar por su barrio (que es un poco el mío), hablar sobre de él (bien o mal) con cierta ligereza, dependiendo del humor y de la circunstancia. Otra cosa, absolutamente distinta, es estar frente a frente, en su territorio.

No puedo negar que me estremece. Hay tantas cosas de él que me gustan; tantas cosas que los amigos que lo ven más frecuentemente dicen que han cambiado, y sin embargo está toda nuestra historia previa, todo eso que sé que no hay manera de cambiar…

Es llegar y recibir sonrisas, miradas de sorpresa mezcladas con cierta ilusión. Sentirme en casa, y sin embargo tener todo el miedo del mundo, de volver a desear, a confiar, a esperar. Aquí y ahora, me recuerdo. Aquí y ahora. Y sin embargo, se siente bien encontrar esos viejos momentos, revivir las cosas que más nos gustaban al uno del otro.

Ese momento en el que noto algunos de los cambios. De los que fueron para bien, pero que traen dificultades aparejadas, mayor consciencia de ciertas cosas. El momento en el que aparecen los dejos de “te extraño”. Cuando se hacen #fuertesdeclaraciones. Cuando después de un abrazo, no puedes soltar a la gente. Cuando descubres que un año cambia muchas cosas, aunque probablemente no todo.

Disfruto estar ahí. Cuando me dicen que si quisiera, que si podemos platicar, que cenemos en cuanto tenga tiempo… Tiembla todo. Y digo sí, cenemos, sí. Y pienso en las condiciones que se requieren para que un muy hipotético «tal vez, otra vez» pudiera darse. Sólo es fantasía. Y sin embargo se me mueven cosas.

Por eso nunca he regresado a las oficinas de mis trabajos anteriores… Pero tampoco he durado tanto en otros trabajos.

(¿Qué dijeron? Nah, mis relaciones intensas ya sólo son con mis trabajos, ja)

Huyendo de la maternidad

Pues sí. Quienes ya me conocen sabrán que soy de esas extrañísimas mujeres que van por la vida diciendo que no quieren hijos. Tuve la suerte, además, de encontrar a mi cómplice en la vida con exactamente el mismo principio básico de «no reproducción». Digamos que nuestra misantropía da para eso 🙂

En realidad, creo que desde los 20 me di cuenta de que mi instinto materno estaba muy desactivado. Todavía a los 18, cuidé a mi prima —en ese entonces de meses apenas— durante toda una noche, en una mecedora, sin dormir, como una verdadera (glup) madre. Pero después de eso, se me quitó. Nunca fui de las que piden cargar al bebé, ni me emocionó aprender a cambiar pañales; me desespera el llanto infantil. Soy la mejor cómplice de mis sobrinos, que saben que pueden jugar conmigo a pelear con espadas lo mismo que pedirme que les cuente cuentos o que veamos las caricaturas… Y también saben que al primer drama, llanto o payasada, se acabó la atención.

Últimamente, por cuestiones de trabajo, estoy investigando mucho sobre mujeres, mamás, cómo se vive en otros sitios… Inevitablemente aparecen temas como «crianza con apego», «colecho» «lactancia infinita» (ese lo acabo de inventar). Hay una nueva tendencia de maternidad con la que no puedo, ni siquiera como espectadora.

Tampoco creo ser un monstruo: creo que la lactancia durante los primeros 6 meses de vida es infinitamente mejor que la fórmula, me gusta que las mujeres que tienen vocación de mamás se encuentren con esa área nueva de sus vidas, algo que se vuelve tierra nueva y fértil para descubrir y descubrirse, y me encanta saber que están comprometidas con lograr mejores seres humanos.

No, con lo que no puedo es con esa ansiedad que le genera este asunto de «ve al ritmo que tu bebé te marque» a muchas mujeres. Tampoco puedo verlas disolverse en «mamá de…». No me quejo de la maternidad en general, me quejo de esa forma particular de la maternidad que implica negarse a una misma y a su pareja para satisfacer los «deseos naturales» del niño. Me niego a escuchar de boca de profesionistas urbanas egresadas de universidad que «están esperando al siguiente bebé porque creyeron que mientras amamantaran tenían protección natural» (y llevan año y medio dando pecho). Parejas que duermen con el bebé en la cama durante tres años (y, evidentemente, son más «papás» que «pareja»). A ver mujeres tratando de interrumpir el berrinche de su creatura de 16 meses dándole teta para que se calme.

A veces me parece que esa tendencia está más encaminada a satisfacer apegos e inseguridades de mamá, que a realmente «satisfacer» al bebé. Que a ellas las calma sentir que tienen esas expresiones físicas del vínculo indisoluble que ya existe, de manera inevitable, en el plano espiritual y emocional. Me genera terror imaginarme lo que será de ellas cuando sus hijos sean adolescentes, cuando se enfrenten al proceso de individuación definitivo. Admito que recuerdo a mi propia madre (que no fue de colecho y crianza con apego y lactancias infinitas, sino de disciplinas, pero también de creatividad y juegos y estímulo) sufriendo mi proceso de independencia. Fue maravilloso contar con ella en la infancia, difuso en la adolescencia, terrible en la entrada a la juventud. Recuerdo de pasada a una niña de 23, de escasos recursos, en una entrevista de hace años, confesando que no había inscrito a su hija a la primaria, «porque quería tenerlo con ella otro ratito».

Evidentemente, tengo amigas que son mamás, y que han sido un tipo diferente de madres. Desde las que son laissez faire hasta las de ánimo más militar, pasando por las que trabajan, las que comparten la crianza dividida con sus exparejas, las que inventan cada día una nueva herramienta. Las que tienen miedo y dudan, pero se atreven a explorar y echar a perder, intentar y fallar. Amo a las que saben que no hay instructivos. También he visto pasar amigas y conocidas en el otro universo: las que no pueden despegarse en ningún momento, las que se angustian ante el llanto más mínimo, las que se sienten culpables por no recibir el premio «mamá vegana orgánica con apego de la década». Las que esperan que su hijo crezca sin daños, sin traumas, sin que la vida los toque, porque ellas esperan ser el parapeto.

Esas últimas son las que me convencen, más que nunca, que la maternidad y yo no estamos hechas la una para la otra…

Coco

Fue el marido de mi tía abuela por algo así como mil años: llevaban juntos desde que ella tenía 14. En su casa viví prácticamente todas las navidades hasta que cumplí los 30. Siempre fueron los tíos más cercanos de mi madre y mis tías. Un hombre encantador y despistado, que parecía tener la cabeza perpetuamente en otra parte, en otra cosa, pero que al mismo tiempo siempre tenía una sonrisa que ofrecer.

Las puertas de su casa siempre estuvieron abiertas de par en par. Ayer, en el funeral de Coco, me di cuenta de que mi tía Yola, su mujer —ahora su viuda— es lo último físico, tangible, que tengo de mi abuela. De que empiezan las despedidas de esa generación, después de una agradecible pausa de años. 

Nada. El silencio. Un agradecimiento a lo que dejan quienes se van. Tzutzuku: unos continuamos en los otros. En eso creo.

Yola y Coco

Vivir en modo «clown»

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Hace un par de años, gracias a una muy querida amiga, descubrí la improvisación. Empecé como espectador, pero al ver que me reía como hacía mucho no lo hacía (con una libertad y una energía especiales) decidí intentar con llevarlo a la práctica.

Lo que yo creía que sería un espacio escénico, resultó un espacio de libertad. No sólo porque eran tres horas por semana dedicadas a jugar como niña, sino porque tiró muchas paredes en mi cabeza. Puedo decir, sin ningún temor y sin exagerar, que soy una persona muy diferente a la que era antes de empezar a hacerlo.

Cuando estaba por terminar con los cursos básicos (tres) de impro, ya había decidido cuál era el siguiente reto: hacer clown. Resulta que mucha gente que quiero y admiro andaba en esos asuntos desde hace tiempo, además de que una de las obras de teatro que más me ha marcado en la vida fue «Ícaro», del grandísimo Daniele Finzi. Así la cosa.

Empecé a buscar sin buscar: el modo nuevo de «tomo las cosas cuando me las encuentro». Así he pasado por una cierta cantidad de talleres. En cada uno descubro nuevas técnicas, nuevos maestros… Pero lo mejor del clown siempre es la gente; y eso tiene todo que ver con los principios básicos de esta «indisciplina» 🙂

Cuando empecé a entrenar, descubrí que es al mismo tiempo simple y dificilísimo, por estas razones básicas:

  1. Necesitas amar el error. Deveras. No sólo se trata de reconocer cuando lo haces mal, sino de amar los errores, mostrar los fracasos y entregarte a esa sensación de «ya-la-re-gué». Y aprender a darte cuenta de que no es el fin del mundo.
  2. Mi clown es mi yo más vulnerable. En serio. Eso se los dirá cualquiera que haga clown «de a devis». Es una parte increíble del juego, decidir que voy a mostrar mi placer, mi locura, mi torpeza, mi amor… Es lo máximo… y es complicado, porque depende de aprender a confiar en los demás. Delicioso cuando lo logras, y crea a los mejores compañeros del mundo.
  3. Necesitas hacerte más caso. Y con eso no me refiero a la vocecita esa que me insiste en que lo hago todo mal, o que no debería. Esa vocecita no soy yo, y lo estoy aprendiendo todavía, me cuesta trabajo desprogramarme tantos años de «buena estudiante» «hija mayor y «buen ejemplo».
  4. Para el clown, el escenario es un hogar, el público la razón de ser, sus compañeros en escena sus mejores amigos… Y eso hace que necesite recordarme que los otros ahí están, para mí, tanto como yo estoy para ellos. He tenido que romper mis hábitos viejos de creer que las respuestas están en mí, para darme cuenta de que están en los demás y por todas partes.
  5. El placer está bien, y está en todo. Hay una trampa por ahí, que me decía que el placer es malo, o es complicado, o es caro, o es para después. Ya descubrí que no. Todavía necesito practicar más con el placer de estar, de jugar mis emociones «negativas», de disfrutar estar al mando. Sé que con el tiempo llegará.

Llegar al clown ha sido un cambio radical. A estas alturas de mi vida no sé si daré espectáculos, si me fugaré con un circo, si será mi hobby eterno, si encontraré el modo de compartirlo con otros… Lo que sí sé es que me ha regalado amigos increíbles, y me ha descubierto una puerta a un tipo de paz mental, felicidad y equilibrio que no conocía. Seguiré explorando. Les cuento.

Velocidad de lectura…

De metiche en el Facebook de un amigo, me encontré un test en inglés de velocidad de lectura. Pura curiosidad malsana: lo hice. El resultado fue más o menos así:

ereader test
Source: Staples eReader Department

Si no sale: 101% más rápido que el promedio norteamericano. En un idioma que no es el mío. 503 palabras por minuto. Uf. De ahí que sea «una malabestia leyendo», como me dijeron alguna vez.