Así que aquí estoy yo, trabajando en una capacitación sobre negociación y manejo efectivo de conflictos. Un juego clásico para negociación, sugerido: divídelos en tres equipos y entrégales tarjetas con letras, con las que tendrán que formar los días de la semana. Ellos no saben qué palabras son, te las tienen que enseñar, y tú sólo les puedes decir si la palabra es o no es una de las que necesitan. Obvio, ninguno de los equipos tiene las letras completas para lograr el juego, así que tendrán que negociar con las otras mesas. Pídeles que lo hagan sin hablar.
Ante las múltiples fuentes de frustración que tiene el juego, la negociación puede ir a peor. Parte de los objetivos del ejercicio tienen que ver con que la negociación los estrese, los haga notar cuál es su técnica más socorrida de negociación, de preferencia, los ponga en su «peor» ser. Al principio, traté de mantener el personaje de «facilitador» (en general, creo que nos movemos por la vida a través de personajes, pero eso es otro post); ante su creciente frustración, para mí era cada vez más… no sé, entre desesperante y divertido ser la «dueña» del reto. La primera muestra divertida de frustración, la que detonó todo, fue cuando un participante, con todo el sentido del humor y sin hablar, dibujó una pistola y me apuntó, porque ya les había rechazado tres intentos. Cuando eso pasó, me di cuenta (en el sentido más total, más mindful del término). Corrí por la nariz de payaso que llevo siempre en la bolsa. Ahora ya no era «el facilitador que no nos ayuda»: me volví, mágicamente «el payaso que se está tratando de burlar de nosotros».
Mi juego, ahora, era ir por las mesas, diciéndoles «no». Apreciar su esfuerzo: «Muy bonito… ¡no!». Mi voz se hizo cada vez más aniñada. Saltaba de equipo en equipo, asomando mi roja nariz, diciéndoles «¡no!» todo el tiempo (porque definitivamente no habían dado con las palabras), pero con mucha alegría juguetona. Con estado de juego. Había quien dulcificaba la voz, como lo harías para tranquilizar y sobornar a un niño caprichoso. Otros de plano se atrevían a enojarse (generalmente, en una capacitación, si te enojas con el facilitador sólo te cierras, no lo expresas).
Aunque la frase esa de «ser el payaso que se está tratando de burlar de nosotros» suena fuerte y feo, justo eso era lo que necesitaba el equipo de personas con las que estaba trabajando para catalizar su frustración: de pronto, se volvió cada vez menos importante ganarle a los otros equipos, y cada vez más importante trabajar por un objetivo común: ¡ganarle al payaso! En cinco minutos, ya estaban todos en la misma mesa, reuniendo todas las letras disponibles, generando frases completas. Fueron capaces de sacrificar un objetivo menor para alcanzar objetivos mayores, se relajaron al respecto de sus posibilidades de logro, negociaron fácilmente entre ellos para seguir las ideas del otro.
Amé ese momento de transformación, en todos los niveles: grupal y personal. A nivel grupal, porque cuando platicamos sobre los resultados del juego, ya sin nariz, en vez de hablar de lo «horribles personas que podemos ser cuando nos encaprichamos con un objetivo de negociación», acabamos hablando de lo bien que se siente recordar que todos tenemos objetivos más grandes en común. Y se dieron cuenta de que todo, todo, puede volverse un juego de ganar, y de que cuando negociamos, a veces le damos la vuelta a objetivos chiquitos (como escribir «lunes-martes-miércoles-jueves-viernes-sábado-domingo») para crear, entre todos, objetivos más grandes y sabrosos (como las frases «todas las mesas» o «Jesús nos ilumina»).
A nivel personal también fue un momento muy fuerte. Generalmente, hasta antes de este momento, me había costado mucho trabajo ser la «mala» en escena: quiero que me quieran, pero también quiero poder ser mandona, ridícula y solemne a veces. En eso también está mi gracia, porque ahí, en esa verdad, también hay clown: hermosa tontería.