Contacto

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A veces basta una palabra para hacer estallar la coraza. El tema no es solo romper el contacto con los demás, sino que para lograrlo, paso por romper el contacto conmigo. Hay una costumbre, que empecé a disolver hace un año, de vivir «en la superficie». De hacer como que todo está bien e ir tapando las grietas con yeso. Obviamente, si las grietas son parte de un asunto estructural, no importa cuanto las tapes con yeso: regresan. Y ni modo que plantar enredaderas emocionales (o tal vez sí. Voy a darle vueltas a esa metáfora hasta que madure).

En fin, que hoy, después de dos observaciones muy puntuales dentro de un taller de clown motivacional lindísimo, bastó con que me dijeran una palabra para que salieran muchas cosas de mi cuerpo. Tal cual, como excreciones emocionales: como si estornudara ira, llorara tristeza en vez de lágrimas, me desinflara de esfuerzo… algo así.

Me gusta hacer payaso porque me confronta con estas cosas. Y conmigo misma antes que con cualquier otra situación/persona. Con el caos, el absurdo, la incertidumbre. Cada vez son más el terreno en el que vivo, cada vez me queda más lejos la zona de confort y tengo que acostumbrarme a que no necesito una coraza para caminar en el mundo… Aprender a vivir conmigo misma como centro es lindo, pero también doloroso a veces.

Lo más encantador fue quedarme con una frase: «una emoción dura cierto tiempo en el cuerpo, si la vives nada más. Pero la alimentas o la reprimes y eso la hace durar más». Quiero vivir mi enojo, vivir mi tristeza, vivir mi angustia, y luego ser capaz de dejarlas ir y reírme mucho, y amar mucho, y seducir mucho. Si algo aprendí en los últimos meses es que las corazas sólo impiden llegar a la extensión infinita del disfrute (si temes al dolor, temes al placer, no hay duda).

Mi punto de confrontación es darme cuenta de que, como me dijo la querida Lemon: «soy tu espejo». Todos somos espejo de todos, todos somos, como diría otro querido maestro, «lo pinche mismo». Entender eso a nivel mental, espiritual, celular, molecular… Es bello y retador. Quiero integrarlo, vivirlo, dejar de sentir/pensar/creer que está difícil: al contrario, tendría que ser lo más fácil, lo más natural saberlo. A seguir sacudiéndole las telarañas a las paredes, y a revisar las grietas: ver si son asunto de cimentación, de estructura, o nomás válvula de escape… y aprender a repararlas de a deveras, o a reconciliarse con ellas.

(foto de Victoria G.J.)

Estallido clown

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Así que aquí estoy yo, trabajando en una capacitación sobre negociación y manejo efectivo de conflictos. Un juego clásico para negociación, sugerido: divídelos en tres equipos y entrégales tarjetas con letras, con las que tendrán que formar los días de la semana. Ellos no saben qué palabras son, te las tienen que enseñar, y tú sólo les puedes decir si la palabra es o no es una de las que necesitan. Obvio, ninguno de los equipos tiene las letras completas para lograr el juego, así que tendrán que negociar con las otras mesas. Pídeles que lo hagan sin hablar.

Ante las múltiples fuentes de frustración que tiene el juego, la negociación puede ir a peor. Parte de los objetivos del ejercicio tienen que ver con que la negociación los estrese, los haga notar cuál es su técnica más socorrida de negociación, de preferencia, los ponga en su «peor» ser. Al principio, traté de mantener el personaje de «facilitador» (en general, creo que nos movemos por la vida a través de personajes, pero eso es otro post); ante su creciente frustración, para mí era cada vez más… no sé, entre desesperante y divertido ser la «dueña» del reto. La primera muestra divertida de frustración, la que detonó todo, fue cuando un participante, con todo el sentido del humor y sin hablar, dibujó una pistola y me apuntó, porque ya les había rechazado tres intentos. Cuando eso pasó, me di cuenta (en el sentido más total, más mindful del término). Corrí por la nariz de payaso que llevo siempre en la bolsa. Ahora ya no era «el facilitador que no nos ayuda»: me volví, mágicamente «el payaso que se está tratando de burlar de nosotros».

Mi juego, ahora, era ir por las mesas, diciéndoles «no». Apreciar su esfuerzo: «Muy bonito… ¡no!». Mi voz se hizo cada vez más aniñada. Saltaba de equipo en equipo, asomando mi roja nariz, diciéndoles «¡no!» todo el tiempo (porque definitivamente no habían dado con las palabras), pero con mucha alegría juguetona. Con estado de juego. Había quien dulcificaba la voz, como lo harías para tranquilizar y sobornar a un niño caprichoso. Otros de plano se atrevían a enojarse (generalmente, en una capacitación, si te enojas con el facilitador sólo te cierras, no lo expresas).

Aunque la frase esa de «ser el payaso que se está tratando de burlar de nosotros» suena fuerte y feo, justo eso era lo que necesitaba el equipo de personas con las que estaba trabajando para catalizar su frustración: de pronto, se volvió cada vez menos importante ganarle a los otros equipos, y cada vez más importante trabajar por un objetivo común: ¡ganarle al payaso! En cinco minutos, ya estaban todos en la misma mesa, reuniendo todas las letras disponibles, generando frases completas. Fueron capaces de sacrificar un objetivo menor para alcanzar objetivos mayores, se relajaron al respecto de sus posibilidades de logro, negociaron fácilmente entre ellos para seguir las ideas del otro.

Amé ese momento de transformación, en todos los niveles: grupal y personal. A nivel grupal, porque cuando platicamos sobre los resultados del juego, ya sin nariz, en vez de hablar de lo «horribles personas que podemos ser cuando nos encaprichamos con un objetivo de negociación», acabamos hablando de lo bien que se siente recordar que todos tenemos objetivos más grandes en común. Y se dieron cuenta de que todo, todo, puede volverse un juego de ganar, y de que cuando negociamos, a veces le damos la vuelta a objetivos chiquitos (como escribir «lunes-martes-miércoles-jueves-viernes-sábado-domingo») para crear, entre todos, objetivos más grandes y sabrosos (como las frases «todas las mesas» o «Jesús nos ilumina»).

A nivel personal también fue un momento muy fuerte. Generalmente, hasta antes de este momento, me había costado mucho trabajo ser la «mala» en escena: quiero que me quieran, pero también quiero poder ser mandona, ridícula y solemne a veces. En eso también está mi gracia, porque ahí, en esa verdad, también hay clown: hermosa tontería.

Vivir en modo «clown»

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Hace un par de años, gracias a una muy querida amiga, descubrí la improvisación. Empecé como espectador, pero al ver que me reía como hacía mucho no lo hacía (con una libertad y una energía especiales) decidí intentar con llevarlo a la práctica.

Lo que yo creía que sería un espacio escénico, resultó un espacio de libertad. No sólo porque eran tres horas por semana dedicadas a jugar como niña, sino porque tiró muchas paredes en mi cabeza. Puedo decir, sin ningún temor y sin exagerar, que soy una persona muy diferente a la que era antes de empezar a hacerlo.

Cuando estaba por terminar con los cursos básicos (tres) de impro, ya había decidido cuál era el siguiente reto: hacer clown. Resulta que mucha gente que quiero y admiro andaba en esos asuntos desde hace tiempo, además de que una de las obras de teatro que más me ha marcado en la vida fue «Ícaro», del grandísimo Daniele Finzi. Así la cosa.

Empecé a buscar sin buscar: el modo nuevo de «tomo las cosas cuando me las encuentro». Así he pasado por una cierta cantidad de talleres. En cada uno descubro nuevas técnicas, nuevos maestros… Pero lo mejor del clown siempre es la gente; y eso tiene todo que ver con los principios básicos de esta «indisciplina» 🙂

Cuando empecé a entrenar, descubrí que es al mismo tiempo simple y dificilísimo, por estas razones básicas:

  1. Necesitas amar el error. Deveras. No sólo se trata de reconocer cuando lo haces mal, sino de amar los errores, mostrar los fracasos y entregarte a esa sensación de «ya-la-re-gué». Y aprender a darte cuenta de que no es el fin del mundo.
  2. Mi clown es mi yo más vulnerable. En serio. Eso se los dirá cualquiera que haga clown «de a devis». Es una parte increíble del juego, decidir que voy a mostrar mi placer, mi locura, mi torpeza, mi amor… Es lo máximo… y es complicado, porque depende de aprender a confiar en los demás. Delicioso cuando lo logras, y crea a los mejores compañeros del mundo.
  3. Necesitas hacerte más caso. Y con eso no me refiero a la vocecita esa que me insiste en que lo hago todo mal, o que no debería. Esa vocecita no soy yo, y lo estoy aprendiendo todavía, me cuesta trabajo desprogramarme tantos años de «buena estudiante» «hija mayor y «buen ejemplo».
  4. Para el clown, el escenario es un hogar, el público la razón de ser, sus compañeros en escena sus mejores amigos… Y eso hace que necesite recordarme que los otros ahí están, para mí, tanto como yo estoy para ellos. He tenido que romper mis hábitos viejos de creer que las respuestas están en mí, para darme cuenta de que están en los demás y por todas partes.
  5. El placer está bien, y está en todo. Hay una trampa por ahí, que me decía que el placer es malo, o es complicado, o es caro, o es para después. Ya descubrí que no. Todavía necesito practicar más con el placer de estar, de jugar mis emociones «negativas», de disfrutar estar al mando. Sé que con el tiempo llegará.

Llegar al clown ha sido un cambio radical. A estas alturas de mi vida no sé si daré espectáculos, si me fugaré con un circo, si será mi hobby eterno, si encontraré el modo de compartirlo con otros… Lo que sí sé es que me ha regalado amigos increíbles, y me ha descubierto una puerta a un tipo de paz mental, felicidad y equilibrio que no conocía. Seguiré explorando. Les cuento.