De la censura y de las memorias tristes

Puedo hablar del tema con la tranquilidad de consciencia de quien sabe que está hablando de primera mano. ¿Por qué escoger el internet para escribirlo? No sé, será porque mis bitácoras electrónicas son el equivalente de mi diario, pero también porque estoy consciente de que esto, más que una historia personal, es una opinión. Y es una opinion que deseo hacer pública, si bien no tanto como para hacerlo en mi blog habitual.

En fin. Al grano. Ya todo mundo ha leído y escuchado hasta el cansancio la noticia de que Lydia Cacho, la periodista que ha ganado fama al denunciar las redes de pederastia en el estado de Puebla, se movilizó en contra de la filmación de la película basada en la novela Memorias de mis putas tristes, de García Márquez. Yo no había escrito nada porque tenía mucho que leer antes de hacerme de una opinión completa, pero creo que ya estoy a punto y necesito hacerlo (creo que será liberador).

Yo no he leído la novela. Me dijeron los fans del Gabo que no es tan emocionante, ni tan buena, ni tan nada. Es sólo otra historia de realismo mágico y amor fantasioso, que se le dan tan bien como si fueran receta de la abuela, pero ya sin la magia de Cien años de soledad, ni el golpe poderoso de sus primeras novelas, cortas y concentradas. Sin embargo, creo en el derecho de un escritor de seguir publicando hasta que envejezca, o se aburra, o ambas; hasta que le venga en gana, pues.

Sobre Lydia Cacho y la pederastia: me parece que el esfuerzo por denunciar a gente como Nacif y el gober no-tan-precioso son esenciales en una sociedad en donde la impunidad es el pan de cada día. Creo firmemente en la necesidad de gente con valentía para hacer esto y otras cosas, para emprender cruzadas que no son personales con la pasión y el fervor que normalmente sólo se pone en lo propio.

Y sin embargo… Sí, mi pero va en los múltiples matices. Como dice el dicho, a mí me parece que el Diablo está en los detalles; que no cuidarlos es arriesgarse a cruzar líneas de las que después no se puede regresar. Me parece válido, por ejemplo, cuestionar la inversión del estado en donde gobierna el ilustre Marín. Lo que no me parece en absoluto sensato es hablar de la «responsabilidad ética individual» que debería tener García Márquez, por ser un Nobel, para tratar tal o cual tema. Pedir eso me resulta un despropósito descomunal, tal como ese rumorado asunto (y lo pongo en estos términos porque yo no lo he leído de su pluma) de que Nacif leyó Lolita y eso lo inspiró.

Desde mi niña de 8 años me encanta pensar en la Lydia superhéroe, que se enfrenta a los pederastas con rigor. Sin embargo, mi yo adulto, de casi 31, sabe que es un despropósito pelear batallas que suenan a censura, o que luchan por la autocensura de los «líderes de opinión».

Necesitamos la ficción sobre las cosas terribles de la vida, sobre las patéticas, tanto como sobre las divinas y las ideales. La ficción nos hace explorar zonas del ser humano que nunca podríamos vivir de forma individual, aún si ese ser humano es Hannibal Lecter, el famoso doctor Gregory House o un periodista nonagenario que quire regalarse una noche con una jovencita virgen. No quisiera ser yo la jovencita virgen (aunque dependerá de que lea el libro, porque parece que al final el viejo se enamora platónicamente de ella viéndola dormir, vaya abuso), ni el paciente grave y maltratado, ni el policía al que le comen el cerebro. Tampoco creo que recibir premios literarios implique aumentar velozmente de «categoría moral». No creo en la autocensura, ni en la censura. Creo, eso sí, que se puede hablar de «honestidad intelectual» al aceptar asociar el nombre de uno con los nombres de otros.

Es por ello que siento que puedo preguntarle a Gabo: ¿Pensó muy bien en lo que iba a implicar que el gobierno de Marín financiara en parte la película?, pero también me creo con el derecho a preguntar: Lydia, ¿no crees que estás haciéndole el juego a los que ven el mundo en blanco y negro? Jugar al juez es peligroso para los justos e infame (pero irresistible) para los iluminados. No caigamos en el error de ver todo atravesado por esa ridícula línea divisoria de «estás conmigo o estás contra mí». Todos tenemos derecho a cuestionar y a ser cuestionados, a tener nuestras dudas y a buscar resolverlas. A lo que sigo creyendo que nadie tiene derecho es a decirle a otro qué hacer de su vida y de qué manera hacerlo; me niego sistemáticamente a caer en ese juego.