2014: 5 (o 6) palabras

Uno de los ejemplos maravillosos de para qué sirven los cómplices.

Uno de los ejemplos maravillosos de para qué sirven los cómplices.

¿Por qué 5 palabras? ¿Por qué no 10, por qué no 7, por qué no 2014 caracteres? No sé. Mi juego con un gran amigo fue, justo, pensar en la palabra que resume las experiencias del año, y se me quedó. Cinco me parecen una cantidad justa, redonda: media decena. La graaaan palabra, y otras 4 que le hagan compañía, la vistan de colores y nos entreguen (a ella, a mí, a todos) en el 2015. Vamos.

Cómplice

Mi palabra definitiva. Después de todo el tema de en qué consiste (o no) tener amigos, ser mejores amigos, dejar de serlo… Me di cuenta de que amigos puedo tener un montón, a diferencia de ese dicho pesimista de los dedos de la mano. Lo que cambió fue mi definición de amigo: un amigo es alguien a quien quiero, con quien comparto amor y cuyo bienestar me preocupa. Gente de la que quiero estar al tanto, personas que han pasado por mi vida y a quienes les deseo todo el bien del mundo; cerca o lejos, actuales o ya no tanto. De esos espero reunir montones en el mundo y en mi vida.

Sin embargo, descubrí que este año (sobre todo el cierre) lo define la búsqueda de cómplices: personas con las que comparto cosas, gente querida con la que hacer y emprender proyectos, con quienes tengo una visión en común. Amigos que me retan a seguir avanzando y con quienes compartir tiempo hace que ambos nos pongamos en movimiento —emocional, mental, físico. 2014: año de encontrar cómplices nuevos, que creen puentes de posibilidades para el 2015.

Soltar

El año empezó con esa gran lección, de la mano de un proyecto al que le había invertido prácticamente todo el 2013 y que se había ido transformando, poco a poco, en un espacio de frustración en donde el peso no nos dejaba flotar… Entender que no era culpa de nadie, que sólo se trataba de admitir que no era mi lugar, ni mi momento, ni mi proyecto, y dejar de jalonear–ser jaloneada. Y flotar en el vacío durante meses. Sin aferrarme, sin grandes certezas. Con muchísimo miedo a ratos. Solté también relaciones prolongadas y recientes, objetos (festejé mi cumpleaños llamando a un Don Tlacuache, de esos que compran cachivaches), ideas fijas, deadlines fantasma, miedos inútiles…

Recuerdo mucho algo que me enseñó un querido amigo: cerrar puertas es ganar enfoque. Pienso en ese momento en el que estás aprendiendo a nadar y no quieres dejar la orilla ni la escalerita… Si no sueltas, no te pasa nada. Y la vida, según yo, se trata de que te pasen cosas. 2014: año de soltar, para dejar las manos libres para entregar y recibir.

Decidir

Creo que esta palabra y la anterior van juntas. Soltar permite que las opciones, de pronto, vuelvan a quedar abiertas. De cualquier manera, no aferrarse y flotar no significa «ir a la deriva». Significa poner los ojos en el objetivo, saber cuál es… y luego ponerse en manos del destino (y empezar a trabajar, pero de eso van las dos palabras siguientes).

Este año, decidir implicó tomar control sobre aquello que sí puedo hacer/de lo que puedo responder, y dejar de afianzarme a los miedos, las dudas, los «¿Y que tal si…?». Estaba acostumbrada a creer que tomar una decisión implicaba «casarme» con ella. No: sólo se trata de manifestar mi deseo, de responderme a mí misma y dar la cara. De hacerme cargo de lo que sí me corresponde. De asumir que hasta frente a aquello que no detono yo, tengo el poder de decidir cómo reacciono —y eso, evidentemente, sí es mi paquete. Cuando me hago cargo de él, todo empieza a fluir como y cuando debe, aunque no sea exactamente lo que creí que sería en un principio… Y generalmente los cambios resultan para bien. 2014: año de decidirme y darme la cara a mí misma.

Atreverme

Esta palabra ya rondaba durísimo desde el año pasado. Sigue acá porque decidir y soltar requieren valor y un poco de locura. Atreverme ha sido juntar ambos, decir que sí a todo (literalmente) y construir a partir de ahí. Conocer nuevas personas, iniciar proyectos que no me imaginaba. Decirle que sí por fin a mi deseo de hacer teatro y entregarme de panza. Preguntar si puedo subirme al escenario, porque tengo ganas y quiero el reto. Asumir que tengo derecho a leer mi poesía (por probar) en público. No esconderme detrás de nada ni de nadie: asumir que soy especialista porque me lo he ganado, voltear de cabeza aquello que había hecho durante mucho tiempo, intentar carreras nuevas. Decir lo que siento (a veces) en el momento en que lo siento (todavía no le llego a la espontaneidad completa, ja).

Lanzarme al vacío, ahora sí, no sólo discursivamente, sino en la práctica. Y darme cuenta de que, en vez de desplomarme, la mayor parte de las veces logré flotar: algunas veces de panza, y otras volar… y hasta encontrar bandada 😀 . 2014: año de atreverme a decirle que sí a la aventura, a mi deseo y a lo nuevo.

Fe

No hablo de religión. Hablo de haber descubierto de manera práctica la noción de que hay «algo» más grande que yo. De confiar en la vida, en el amor, en la energía, en el plan del caos que no comprendo —pero me mantiene a flote. Haber vivido la «tensión superficial» que implica saber que estuve en circunstancias límite, donde era fácil hundirse… Y saber que al final todo va a resultar bien de alguna manera. Que no me voy a morir de eso, que las cosas cobrarán su justo tamaño y peso, que las cosas están ocurriendo de la mejor manera posible. Que lo que no pasa es porque no tocaba ahora, o no así.

Tener fe no implica ser pasiva. Implica entender que yo sólo puedo ver una parte del todo, que sólo puedo hacerme cargo de lo que me cabe en las manos… Y que lo demás tomará su lugar. Eso me permite trabajar y concentrarme; eso me permite no desesperarme, mantener el sentido del humor, no tirarme a la desgracia. En resumen, accionar en el mundo. 2014: año de transformar la fe en espacio activo y red de seguridad.

La palabra «licuadora» se me quedó en el tintero: como bonus track, diré que ha sido un año agitadísimo, que pareció acabar con todo, pero que en realidad transformó cosas y sumó un montón. Me siento como deben sentirse las fresas que se transforman en licuado: agitada, sorprendida, transformada… Distinta, pero más sabrosa, reforzada y acompañada por las cosas que no entendía dentro de la agitación.

Gracias, año licuadora, año de cómplices que me ayudan a tener fe en que las decisiones tomadas valdrán la pena, que hacen que atreverse cobre sentido, que me han enseñado que soltar es requisito para volar. Gracias a los cómplices, que este año han sido muchos, variados, nuevos y anteriores, para muchas cosas. Gracias a las sorpresas, a lo que se ha detonado en los últimos 6 meses y que era inimaginable antes.

2015, ¡estamos listos!

Huyendo de la maternidad

Pues sí. Quienes ya me conocen sabrán que soy de esas extrañísimas mujeres que van por la vida diciendo que no quieren hijos. Tuve la suerte, además, de encontrar a mi cómplice en la vida con exactamente el mismo principio básico de «no reproducción». Digamos que nuestra misantropía da para eso 🙂

En realidad, creo que desde los 20 me di cuenta de que mi instinto materno estaba muy desactivado. Todavía a los 18, cuidé a mi prima —en ese entonces de meses apenas— durante toda una noche, en una mecedora, sin dormir, como una verdadera (glup) madre. Pero después de eso, se me quitó. Nunca fui de las que piden cargar al bebé, ni me emocionó aprender a cambiar pañales; me desespera el llanto infantil. Soy la mejor cómplice de mis sobrinos, que saben que pueden jugar conmigo a pelear con espadas lo mismo que pedirme que les cuente cuentos o que veamos las caricaturas… Y también saben que al primer drama, llanto o payasada, se acabó la atención.

Últimamente, por cuestiones de trabajo, estoy investigando mucho sobre mujeres, mamás, cómo se vive en otros sitios… Inevitablemente aparecen temas como «crianza con apego», «colecho» «lactancia infinita» (ese lo acabo de inventar). Hay una nueva tendencia de maternidad con la que no puedo, ni siquiera como espectadora.

Tampoco creo ser un monstruo: creo que la lactancia durante los primeros 6 meses de vida es infinitamente mejor que la fórmula, me gusta que las mujeres que tienen vocación de mamás se encuentren con esa área nueva de sus vidas, algo que se vuelve tierra nueva y fértil para descubrir y descubrirse, y me encanta saber que están comprometidas con lograr mejores seres humanos.

No, con lo que no puedo es con esa ansiedad que le genera este asunto de «ve al ritmo que tu bebé te marque» a muchas mujeres. Tampoco puedo verlas disolverse en «mamá de…». No me quejo de la maternidad en general, me quejo de esa forma particular de la maternidad que implica negarse a una misma y a su pareja para satisfacer los «deseos naturales» del niño. Me niego a escuchar de boca de profesionistas urbanas egresadas de universidad que «están esperando al siguiente bebé porque creyeron que mientras amamantaran tenían protección natural» (y llevan año y medio dando pecho). Parejas que duermen con el bebé en la cama durante tres años (y, evidentemente, son más «papás» que «pareja»). A ver mujeres tratando de interrumpir el berrinche de su creatura de 16 meses dándole teta para que se calme.

A veces me parece que esa tendencia está más encaminada a satisfacer apegos e inseguridades de mamá, que a realmente «satisfacer» al bebé. Que a ellas las calma sentir que tienen esas expresiones físicas del vínculo indisoluble que ya existe, de manera inevitable, en el plano espiritual y emocional. Me genera terror imaginarme lo que será de ellas cuando sus hijos sean adolescentes, cuando se enfrenten al proceso de individuación definitivo. Admito que recuerdo a mi propia madre (que no fue de colecho y crianza con apego y lactancias infinitas, sino de disciplinas, pero también de creatividad y juegos y estímulo) sufriendo mi proceso de independencia. Fue maravilloso contar con ella en la infancia, difuso en la adolescencia, terrible en la entrada a la juventud. Recuerdo de pasada a una niña de 23, de escasos recursos, en una entrevista de hace años, confesando que no había inscrito a su hija a la primaria, «porque quería tenerlo con ella otro ratito».

Evidentemente, tengo amigas que son mamás, y que han sido un tipo diferente de madres. Desde las que son laissez faire hasta las de ánimo más militar, pasando por las que trabajan, las que comparten la crianza dividida con sus exparejas, las que inventan cada día una nueva herramienta. Las que tienen miedo y dudan, pero se atreven a explorar y echar a perder, intentar y fallar. Amo a las que saben que no hay instructivos. También he visto pasar amigas y conocidas en el otro universo: las que no pueden despegarse en ningún momento, las que se angustian ante el llanto más mínimo, las que se sienten culpables por no recibir el premio «mamá vegana orgánica con apego de la década». Las que esperan que su hijo crezca sin daños, sin traumas, sin que la vida los toque, porque ellas esperan ser el parapeto.

Esas últimas son las que me convencen, más que nunca, que la maternidad y yo no estamos hechas la una para la otra…

De la censura y de las memorias tristes

Puedo hablar del tema con la tranquilidad de consciencia de quien sabe que está hablando de primera mano. ¿Por qué escoger el internet para escribirlo? No sé, será porque mis bitácoras electrónicas son el equivalente de mi diario, pero también porque estoy consciente de que esto, más que una historia personal, es una opinión. Y es una opinion que deseo hacer pública, si bien no tanto como para hacerlo en mi blog habitual.

En fin. Al grano. Ya todo mundo ha leído y escuchado hasta el cansancio la noticia de que Lydia Cacho, la periodista que ha ganado fama al denunciar las redes de pederastia en el estado de Puebla, se movilizó en contra de la filmación de la película basada en la novela Memorias de mis putas tristes, de García Márquez. Yo no había escrito nada porque tenía mucho que leer antes de hacerme de una opinión completa, pero creo que ya estoy a punto y necesito hacerlo (creo que será liberador).

Yo no he leído la novela. Me dijeron los fans del Gabo que no es tan emocionante, ni tan buena, ni tan nada. Es sólo otra historia de realismo mágico y amor fantasioso, que se le dan tan bien como si fueran receta de la abuela, pero ya sin la magia de Cien años de soledad, ni el golpe poderoso de sus primeras novelas, cortas y concentradas. Sin embargo, creo en el derecho de un escritor de seguir publicando hasta que envejezca, o se aburra, o ambas; hasta que le venga en gana, pues.

Sobre Lydia Cacho y la pederastia: me parece que el esfuerzo por denunciar a gente como Nacif y el gober no-tan-precioso son esenciales en una sociedad en donde la impunidad es el pan de cada día. Creo firmemente en la necesidad de gente con valentía para hacer esto y otras cosas, para emprender cruzadas que no son personales con la pasión y el fervor que normalmente sólo se pone en lo propio.

Y sin embargo… Sí, mi pero va en los múltiples matices. Como dice el dicho, a mí me parece que el Diablo está en los detalles; que no cuidarlos es arriesgarse a cruzar líneas de las que después no se puede regresar. Me parece válido, por ejemplo, cuestionar la inversión del estado en donde gobierna el ilustre Marín. Lo que no me parece en absoluto sensato es hablar de la «responsabilidad ética individual» que debería tener García Márquez, por ser un Nobel, para tratar tal o cual tema. Pedir eso me resulta un despropósito descomunal, tal como ese rumorado asunto (y lo pongo en estos términos porque yo no lo he leído de su pluma) de que Nacif leyó Lolita y eso lo inspiró.

Desde mi niña de 8 años me encanta pensar en la Lydia superhéroe, que se enfrenta a los pederastas con rigor. Sin embargo, mi yo adulto, de casi 31, sabe que es un despropósito pelear batallas que suenan a censura, o que luchan por la autocensura de los «líderes de opinión».

Necesitamos la ficción sobre las cosas terribles de la vida, sobre las patéticas, tanto como sobre las divinas y las ideales. La ficción nos hace explorar zonas del ser humano que nunca podríamos vivir de forma individual, aún si ese ser humano es Hannibal Lecter, el famoso doctor Gregory House o un periodista nonagenario que quire regalarse una noche con una jovencita virgen. No quisiera ser yo la jovencita virgen (aunque dependerá de que lea el libro, porque parece que al final el viejo se enamora platónicamente de ella viéndola dormir, vaya abuso), ni el paciente grave y maltratado, ni el policía al que le comen el cerebro. Tampoco creo que recibir premios literarios implique aumentar velozmente de «categoría moral». No creo en la autocensura, ni en la censura. Creo, eso sí, que se puede hablar de «honestidad intelectual» al aceptar asociar el nombre de uno con los nombres de otros.

Es por ello que siento que puedo preguntarle a Gabo: ¿Pensó muy bien en lo que iba a implicar que el gobierno de Marín financiara en parte la película?, pero también me creo con el derecho a preguntar: Lydia, ¿no crees que estás haciéndole el juego a los que ven el mundo en blanco y negro? Jugar al juez es peligroso para los justos e infame (pero irresistible) para los iluminados. No caigamos en el error de ver todo atravesado por esa ridícula línea divisoria de «estás conmigo o estás contra mí». Todos tenemos derecho a cuestionar y a ser cuestionados, a tener nuestras dudas y a buscar resolverlas. A lo que sigo creyendo que nadie tiene derecho es a decirle a otro qué hacer de su vida y de qué manera hacerlo; me niego sistemáticamente a caer en ese juego.