5.3 Un recuerdo

Es fin de semana. Me desperté, de nuevo, como a las nueve de la mañana. Es la hora en la que me canso de dormir, habitualmente. Tengo a un gato al lado, el otro en medio de nosotros, y ambos perros pequeños duermen a nuestros pies. En cuanto se nota que estoy despierta, es momento de hacerle algo de caso a los animales: apapacho para el gato, ser saltada por el otro gato, tener dos perros que buscan mi atención. Los gatos saben que, a partir de que los perros piden ser el foco, es momento de desperezarse e ir a otro lado. Los perros nunca han sabido dejar de ser el foco de atención.

Después de un rato de acurrucamiento con animales, y sabiendo que R. no se va a despertar hasta bien entrado el mediodía, decido levantarme. Es hora de que mi estómago reciba algo: voy a la cocina por un plato de cereal con leche. El sonido de mis pasos despierta a los perros de la sala, que también empiezan a rascar la puerta. Entonces, en vez de desayuno en la cama, con libro, tendrá que ser desayuno en la sala. Voy de regreso a la recámara por la novela que tengo en la mesa de noche.

Con la novela bajo el brazo y el plato de cereal en esa misma mano, salgo del dominio humano al dominio de los perros, que en algún momento fue la sala-comedor. Se siente fresco, por la puerta abierta para que salieran al patio. Los perros pequeños salen corriendo para allá; los grandes quieren saludarme. Coloco el plato de cereal en alto, cambio el libro de mano y procuro abrirme paso hasta el sillón. Basta llegar a mi rincón, la esquina del chaisse-lounge, para que todas las bestias sepan que ya es hora de pasar la mañana de pequeños placeres todos juntos. Maya seguirá en el taburete, meneando la cola con fuerza; Dongo pide atención, y para ello se alterna con Chico y con Chuck. Olga sabe que no necesita trucos: le basta hacer valer su antigüedad y acurrucarse justo a mi derecha, lo más cerca posible de mí.

Pongo el libro y el plato de cereal en el rincón que no alcanzan los perros. Acomodo la cobija que siempre esta ahí, a la mano, para mantenerme calientita. Después de los primeros tres minutos, regresa la paz y la tranquilidad: los perros saben que ahí estoy, me terminé el cereal a velocidad, empiezo a entrar nuevamente en calor. Es el momento de abrir de nuevo el libro, y leer en silencio, rodeada de todo el amor del mundo, hasta que R. despierte y su ritmo se imponga a los nuestros.

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